Se perdemos o sentido da vida, ao
longo de vários anos, o pensamento martela incessantemente: Sinto que a vida
vale a pena?
A falta de sentido da vida
força-nos a criar o seu próprio significado.
As crianças, começam a vida com
um sentido de vida de admiração imaculada, uma capacidade de experimentar a
alegria total de algo tão simples como o verde de uma folha, mas à medida que
envelhecem, a consciência da morte e da decadência começa a invadi-las e a
corroer subtilmente o seu idealismo.
E, como a criança amadurece, ela
sente a dor em todos os lugares e começa a perder a fé na bondade suprema do
Homem. Se for razoavelmente forte (e com sorte), ela pode emergir deste
crepúsculo da alma, num renascimento do élan da vida.
Por causa e apesar da sua consciência
da falta de sentido da vida, essa criança pode forjar um novo propósito de
afirmação. Apesar de não puder recuperar o mesmo sentido puro de admirar, mas
pode moldar algo mais duradouro e sustentável.
O facto mais terrível sobre o
universo, não é o facto de ser hostil, mas sim indiferente. Mas, se pudermos
entrar em acordo com essa indiferença e aceitar os desafios da vida, pode ser
que consigamos capaz de tornar a nossa existência como uma espécie, que pode
ter significado genuíno e nos faça sentir realizados.
No entanto é uma vasta escuridão,
precisamos abastecer a nossa própria luz.
EL ELEFANTE ENCADENADO
— No puedo –le dije— ¡NO PUEDO!
— ¿Seguro? –me preguntó el gordo.
— Sí, nada me gustaría más que poder sentarme frente a ella y decirle lo
que siento... pero sé que no puedo.
El gordo se sentó a lo Buda en esos horribles sillones azules de
consultorio, se sonrió, me miró a los ojos y bajando la voz (cosa que hacía
cada vez que quería ser escuchado atentamente), me dijo:
— ¿Me permites que te cuente algo?
Y mi silencio fue suficiente respuesta.
Jorge empezó a contar:
Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de
los circos eran los animales. También a mí como a otros, después me enteré, me
llamaba la atención el elefante.
Durante la función,
la enorme bestia
hacía despliegue de
peso, tamaño y
fuerza descomunal... pero
después de su actuación y
hasta un rato
antes de volver
al escenario, el
elefante quedaba sujeto
solamente por una
cadena que aprisionaba una de
sus patas a una pequeña estaca clavada en el suelo.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas
enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa
me parecía obvio
que ese animal
capaz de arrancar un árbol de cuajo
con su propia fuerza, podría,
con facilidad, arrancar la estaca y huir.
El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene entonces? ¿Por qué no huye? Cuando
tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los grandes.
Pregunté entonces a algún maestro, a algún padre, o a alguna tía por el
misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se
escapaba porque estaba amaestrado.
— Hice entonces la pregunta obvia:
— Si está amaestrado ¿por qué lo encadenan?
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo me
olvidé del misterio del elefante y la
estaca... y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también
se habían hecho la misma pregunta.
Hace algunos años descubrí que por suerte para mí alguien había sido lo bastante sabio
como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca
parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos
y me imaginé
al pequeño recién nacido
sujeto a la
estaca. Estoy seguro
de que en
aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando
de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo no pudo. La estaca era ciertamente
muy fuerte para él. Juraría que se durmió agotado y que al día siguiente volvió
a probar, y también al otro y al que le seguía...
Hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su
destino.
Este elefante enorme
y poderoso, que
vemos en el
circo, no escapa
porque cree –pobre—
que NO PUEDE.
Él tiene registro y recuerdo de
su impotencia, de aquella impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo
peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro.
Jamás... jamás... intentó poner a prueba su fuerza otra vez...
—Y así es, Demián. Todos somos un poco como ese elefante del circo: vamos
por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad. Vivimos
creyendo que un montón de cosas “no podemos” simplemente porque alguna vez,
antes, cuando éramos chiquitos, alguna vez, probamos y no pudimos. Hicimos,
entonces, lo del elefante: grabamos en nuestro recuerdo:
NO PUEDO... NO PUEDO Y NUNCA PODRÉ
Não sofri o que este elefante
sofreu, mas a certa altura, apercebi-me que estava como ele.