Esa tarde venía con un tema preparado: quería seguir hablando sobre el esfuerzo. Cuando lo hablamos en el consultorio me pareció bastante razonable; pero a la hora de poner en práctica lo aprendido, me resultaba imposible ser coherente con lo que en teoría sonaba tan deseable.
—Siento que definitivamente no puedo vivir sin hacer, de vez en cuando por lo menos, algunos esfuerzos. Es más, la verdad, me parece imposible que alguien, cualquiera, pueda hacerlo.
—En algo tienes razón –me dijo el gordo—. Yo me he pasado gran parte de mis últimos veinte años intentando ser fiel a mi ideología y no siempre con éxito. Creo que a todos les debe pasar lo mismo. La idea del “no—esfuerzo” es un desafío, una práctica, una disciplina. Y como tal, requiere de entrenamiento.
—Al principio a mí también me parecía imposible –siguió— ¿qué iban a pensar los demás de mí, si no iba a esa reunión?, ¿si no los escuchaba atentamente aunque me importara un bledo lo que tenían que decir? ¿Si no me mostraba agradecido con ese tipo al que yo consideraba una basura? ¿Si contestaba fácilmente que NO a un pedido al que simplemente no tenía ganas de acceder? ¿Si me daba el lujo de trabajar cuatro días por semana renunciando a ganar más dinero? ¿Si transitaba el mundo sin estar bien afeitado? ¿Si me negaba a dejar de fumar hasta que no pudiera hacerlo naturalmente?
Si... Alguna vez escribí que esta idea del esfuerzo necesario es una creación social que parte de una ideología determinada, de una ideología de hecho bastante severa con la imagen del hombre social. Parece bastante claro que si el hombre es vago, malvado, egoísta y dejado, entonces, el hombre debe esforzarse para “mejorarse”. Pero, ¿será cierto que el hombre es así?
Yo escuchaba fascinado, no tanto por lo que Jorge me decía, sino por mi propia imagen de lo que sería vivir relajadamente, sin peleas conmigo mismo, tranquilo y sin prisas, sin preguntarme nunca más: “¿Qué m... hago yo aquí?”. Pero ¿por dónde empezar?
—Primero –siguió Jorge, como si adivinara mis pensamientos— antes que ninguna otra cosa es preciso desactivar una trampa que nos pusieron cuando éramos así de chiquititos. Esta trampa es una idea tan prendida en nosotros, que forma parte de esta cultura explícita e implícitamente: “Sólo se valora lo que se consigue con esfuerzo.”
Como dirían los americanos, esto es bull—shit (bosta de toro). Cualquiera puede darse cuenta con su propio sentido de realidad que esto no es cierto, y sin embargo, estructuramos nuestra vida como si fuera una verdad incuestionable. Hace algunos años “describí” un síndrome clínico que aunque no está registrado en los tratados médicos ni psicológicos, ha sido padecido, o lo es todavía, por todos nosotros. Decidí llamarlo, ya vas a ver por qué:
El síndrome del zapato dos números más chico. El hombre entra en la zapatería, un vendedor amable se le acerca:
— ¿En qué lo puedo servir, señor?
— Quisiera un par de zapatos negros como los de la vidriera.
— Cómo no, señor. A ver, a ver... el número que busca... debe ser... 41, ¿verdad?
— No, quiero un 39, por favor.
— Disculpe, señor, hace veinte años que trabajo en esto y el número suyo debe ser 41, quizás 40, pero... ¿39?
— 39 por favor.
— Disculpe, ¿me permite que le mida el pie?
— Mida lo que quiera, pero yo quiero un par de zapatos 39.
El vendedor saca de un cajón ese extraño aparato que usan los vendedores de zapatos para medir pies y con satisfacción, proclama:
— ¿Vio? Como yo decía: ¡41!
— Dígame ¿quién va a pagar los zapatos usted o yo?
— Usted.
— Bien, entonces ¿me trae un 39?
El vendedor, entre resignado y sorprendido, va a buscar el par de zapatos número 39. En el camino se da cuenta de lo que pasa: los zapatos no son para él, seguramente son para hacer un regalo.
— Señor, aquí los tiene: 39 negros.
— ¿Me da un calzador?
— ¿Se los va a poner?
— Sí. Claro.
— Son... ¿para usted?
— ¡Sí! ¿Me trae el calzador?
El calzador era imprescindible para conseguir hacer entrar ESE pie en ESE zapato. Después de varios intentos y de ridículas posiciones, el cliente consigue meter todo el pie dentro del zapato. Entre ayes y gruñidos camina algunos pasos, con dificultad, sobre la alfombra.
— Está bien. Los llevo.
El vendedor siente dolor en sus propios pies de sólo imaginar los dedos aplastados dentro del 39. —¿Se los envuelvo?
— No, gracias. Los llevo puestos.
El cliente sale del negocio y camina, como puede, las tres cuadras que lo separan de su trabajo. El hombre trabaja de cajero (¡!) en un banco. A las cuatro de la tarde, después de haber pasado más de seis horas parado dentro de esos zapatos, su cara está desencajada, tiene las conjuntivas inyectadas y lágrimas caen copiosamente de sus ojos. Su compañero, de la caja de al lado, lo ha estado mirando toda la tarde y está preocupado por él:
— ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?
— No. Son los zapatos.
— ¿Qué pasa con los zapatos?
— Me aprietan.
— ¿Qué pasó? ¿Se mojaron?
— No, son dos números más chicos que mi pie...
— ¿De quién son?
— Míos.
— No entiendo. ¿No te duelen los pies?
— Me matan, los pies.
— ¿Y entonces?
— Te explico –dice, tragando saliva—. Yo no vivo una vida de grandes satisfacciones, en realidad, en los últimos tiempos tengo muy pocos momentos agradables.
— ¿Y?
—Yo me mato con estos zapatos. Sufro como un hijo de puta, es verdad... Pero dentro de unas horas, cuando llegue a mi casa y me los saque... ¿Te imaginas el placer?... Qué placer, loco... ¡Qué placer!
—Parece una locura, ¿verdad? Lo es, Demián, LO ES.
Esta es en gran medida nuestra pauta educativa. Yo creo que mi postura es también un extremo. Sin embargo, vale la pena probarla como si fuera un saco, a ver cómo nos queda. Yo creo que no hay nada verdaderamente valioso que se pueda obtener con el esfuerzo. ...Me fui pensando en su última frase, grosera y contundente:
EL ESFUERZO, PARA LOS CONSTIPADOS
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